“La lucha por mantener la identidad en circunstancias adversas”
Esta (mas o menos, no la recuerdo del todo) es una de las citas con las que Oliver Sacks abre ‘El hombre que confundió a su mujer con un sombrero’ uno de sus libros sobre casos clínicos más reconocido. La cita es de Ivy Mackenzie, un médico (no lo conocía) que aquí trata de definir el estado de un individuo ante la enfermedad. La lucha por la identidad, la defensa de tu propio yo, es lo único que parece quedarte cuando todo cuanto conocías sobre ti mismo parece esfumarse. Ya sean progresivos y prolongados en el tiempo o fugaces e instantáneos, si algo desprenden los trastornos neurológicos es un inmenso dolor. Dolor en el paciente que, en la mayoría de ocasiones, no es consciente de lo que le ocurre. No SIENTE que le ocurra nada (recuerdo un caso que se menciona en el libro de un anciano enfermo de Parkinson que caminaba completamente escorado hacia la izquierda mientras que el defendía que andaba recto como una columna). Y dolor en el acompañante, que ve como la otra parte es arrastrada a un mundo desconocido y tenebroso en el que encontrarse a uno mismo va más allá de superar la propia enfermedad.
Si no os dice nada el nombre de Oliver Sacks puede que si lo haga el de ‘Despertares’, la película basada en el libro homónimo de Sacks en la que Robin Williams interpreta a un pionero neurólogo que busca nuevas formas de luchar contra la encefalitis letárgica (básicamente, una inflamación del cerebro) de sus pacientes, quienes se encuentran en un profundo estado catatónico.
Oliver Sacks fue un neurólogo y divulgador científico que siempre se interesó por mostrar aquellos remotos lugares a los que puede llevarnos nuestro cerebro, y en narrar la forma en la que esto da pie a un sinfín de inimaginables y disparatadas situaciones. En ‘El hombre que confundió a su mujer con un sombrero’ Sacks reúne una serie de casos reales que les ocurrieron a antiguos pacientes a lo largo de las diferentes instituciones en las que trabajó. Lo que me gusta de este autor, aparte de la facilidad con la que acerca algo tan complejo como es la medicina y, concretamente, la neurología a un auténtico negado en estos temas como yo, es que siempre trata de poner la mirada más humana posible sobre el enfermo. Puede que ahora sea un poco más común que el especialista establezca vínculos con el paciente que le faciliten su trabajo, pero Sacks fue pionero a la hora de preguntarse acerca de los miedos, inquietudes, aficiones y demás sentimientos de los individuos con los que trataba. Esto le ayudaba a esbozar caminos por los que avanzar en el enmarañado universo del cerebro humano y, conocer este tipo de detalles, muchas veces era clave a la hora de “dar con la tecla” y, si no curar, facilitar en la medida de lo posible la vida del enfermo.
Además, su entusiasmo por encontrar soluciones a los problemas se transmitía con fuerza a sus pacientes que, en alguna ocasión, daban ellos mismos con la solución a sus propios problemas. El anciano con Parkinson que he mencionado al principio que caminaba escorado hacia la izquierda, le propuso al doctor Sacks construir unas gafas de burbuja (recreando los niveles de burbuja de carpintería) que le permitiesen saber si caminaba o no inclinado. Tras varios prototipos y semanas de adaptación las gafas funcionaron y permitieron al anciano volver a caminar recto. Además, estas gafas fueron utilizadas por otros enfermos de Parkinson que sufrían el mismo problema.
En el relato que da título al libro, se cuenta la historia de un profesor de música que comenzó a no identificar las caras de sus alumnos, de forma que solo los reconocía por su voz cuando estos le hablaban. Este problema fue evolucionando de tal forma que el profesor ya no solo no identificaba caras, sino que veía caras en los lugares más insospechados. De esta forma, no era raro ver al profesor de música confundiendo las bocas de incendios con niños o esperando respuestas de partes del mobiliario que nunca respondían. Quitando esto, el profesor se encontraba perfectamente. Incluso llegó a sospechar (como aquellos que le rodeaban) que todo era debido a su excéntrico sentido del humor. Acabó visitando al doctor Sacks debido a un problema de diabetes gracias al cual le detectaron alteraciones en las zonas visuales del cerebro.
Pronto el doctor Sacks se dio cuenta de que el profesor padecía un grave problema cuando este, al despedirse de Sacks alegando que nada malo le pasaba salvo ciertos «extraños errores», fue a colocarse el sombrero y, en vez del sombrero, extendió la mano y cogió a su esposa por la cabeza intentando ponérsela. Pero ¿Qué podía pasarle a un hombre aparentemente sano que hacía una vida completamente normal y ejercía como profesor en la escuela de música local? Lo que Oliver Sacks descubrió fue que el profesor padecía una profunda agnosia visual, es decir, la incapacidad de reconocer objetos a través del sentido de la vista. El profesor había perdido cualquier capacidad de representación e imaginación, el sentido de lo concreto y de la realidad. Se podría decir que nada de lo que le rodeaba le resultaba “familiar”. Sin embargo, el profesor había encontrado en la música su guía, literalmente. El doctor Sacks descubrió que todo lo que hacía el profesor, la cotidianeidad de su vida con semejante problema era posible gracias a que este canturreaba melodías mientras hacía tareas básicas como comer o vestirse. Además, si por algún casual alguien interrumpía el hilo musical de su cabeza, el profesor se quedaba paralizado y no reconocía ni su propio cuerpo.
Temible y fascinante.
Oliver Sacks profundizó en la relación existente entre la música y la neurología en un libro llamado ‘Musicofilia’, pero eso, para otro día.
Hernández - Café y Cultura