Con la llegada del mes de abril comienzan a aparecer en el horizonte ciertas cosas que están, irremediablemente, asociadas al sol y al buen tiempo: los paseos por la playa, la manga corta, las vacaciones, las lecturas en la piscina, las bermudas que sigues llevando aunque tengas 35 años y eso ya no toque, las sandalias más horteras de todo el Decathlon, las camisas festivo-hawaianas que algún día alguien te dijo que te quedaban fenomenal y te daban un toque muy cool… y un sinfín de cosas más que hacen que todos los años pongas a prueba los límites del mal gusto. Pero si hay una cosa que caracteriza el periodo que va desde abril a septiembre son los festivales de música. Seguro que ya tienes pensado ir a alguno acompañado de toda la indumentaria pertinente anteriormente mencionada. No olvides sumarle a todo esto una riñonera con el estampado mas estridente que encuentres en el todo a cien.
Recientemente el festival Arenal Sound ha anunciado gran parte de su cartel para su edición de 2023. Todo un detalle por parte de la organización teniendo en cuenta que las entradas del festival se vendieron haciendo sold out hace meses con la friolera de 0 (CERO) artistas confirmados. Me parece fascinante el hecho de comprar una entrada para un festival de música cuándo no sabes quién va a actuar… pero, ¿realmente importa quién cojones cante?
El del Arenal Sound no es más que uno de los muchos ejemplos de festivales que han mercantilizado por completo un evento cultural que pretendía servir de enlace entre los artistas y el gran público, ofreciendo al consumidor la posibilidad de ver en directo a aquellos artistas que, bajo cualquier otra circunstancia, no hubiesen podido ver, y acercando a los grupos o solistas más pequeños al gran público de masas. Pero atrás ha quedado ese ideal que tuvo en Woodstock 69 su gran arcadia. Solo queda echar la vista atrás con recelo sabiendo que el “paz y amor” se compra ahora con tokens.
De todo esto, de la burbuja festivalera que busca aglutinar el mayor número de artistas en el menor espacio posible sacrificando para ello el caché de las pequeñas bandas en favor de las más grandes, sabe mucho Nando Cruz (@nandocruz32 en Twitter). Tanto es así que está a punto de publicar «Macrofestivales: el agujero negro de la música», un libro en el que Nando repasará los puntos claves de una industria insaciable que no hacen sino distanciar al artista del espectador, cada vez más hastiado de pagar sobreprecios para poder ver a su cantante favorito a través de una pantalla LED gigante desde su baldosa de uno por uno. Me sería imposible explicar mejor los entresijos de una auténtica amenaza silenciosa que no tiene pinta de mejorar. Únicamente puedo pediros que le sigáis y estéis al tanto de cuándo sale su libro.
La culpa de todo esto, no obstante, es compartida. Como consumidores, nos domina el miedo a perdernos ese gran evento del año que se presupone que son los macrofestivales. El FoMO (Fear of Missing Out) nos impulsa a pagar precios desorbitados por una experiencia que, de ninguna manera, está cerca de cumplir con unos estándares acordes a su precio. Y esto os lo dice alguien que a algún que otro festival ha ido (y con entradas para festivales compradas para este verano). El problema es, al menos en mi caso, que el destino y el contenido han dejado de ser una prioridad a la hora de seleccionar el festival. Obviamente repaso el cartel del evento al que voy a acudir en busca de nombres que me motiven o, al menos, que me ayuden a autoengañarme a la hora de justificar el precio de la entrada, pero la compañía es para mí demasiado importante como para negarme a ir alegando el solapamiento de actuaciones o el elevado precio de la cerveza.
Suelo pensar que todo es cíclico. La moda, la música, el cine… el arte en general es una disciplina que se encuentra en constante reciclaje y en la que se puede predecir hacia donde va a dirigirse la tendencia en los próximos años (o, al menos, aproximarse) con tan sólo fijarse en lo que ha ocurrido en los últimos cincuenta. Si lo que tratamos es de evitar errores futuros, existe el caso de un festival que representa a la perfección el final de una década, la culminación de una crisis y el fracaso de toda una generación. Estoy hablando, evidentemente, de Woodstock 99. Aproximadamente 220.000 personas asistieron al festival a lo largo de los cuatro días en los que bandas como The Offspring, Red Hot Chili Peppers, Rage Against the Machine, DMX, The Chemical Brothers, Limp Bizkit o Metallica alentaron (no intencionadamente) a una masa enfurecida por el abrasivo calor, el desproporcionado precio de una botella de agua (hasta 4 dólares por 500ml) , y las condiciones infrahumanas de higiene y seguridad del recinto. El evento, que pretendía emular el espíritu de Woodstock 69, fue clausurado en medio de una escalada de violencia que terminó con cientos de agresiones sexuales y físicas, incendios y asistentes evacuados por todo tipo de causas.
Para muchos, ese fin de semana murió el espíritu de Woodstock y una gran parte de la música. Es difícil pensar que algo así pueda volver a repetirse. Sin embargo, muchos macrofestivales no distan mucho en cuanto a su organización, infraestructura y logística de las condiciones de Woodstock 99. Habrá que ver hasta cuando puede seguir creciendo la burbuja antes de pincharse.
Hernández - Café y Cultura