No sé cómo empezar esta newsletter.
Llevo días pensando en alguna frase (me corrijo: oración, si lleva verbo es oración) como con mucho trasfondo que me permitiese enlazar con el documental del que quiero hablar hoy y así aparentar que dispongo de un bagaje cultural prácticamente ilimitado y que no dudo de cada oración (ahora si) que escribo pensando que podría hacerlo mejor. También podría aparentar que estoy satisfecho del resultado final de cada una de las publicaciones y que para nada me agobia el hecho de llevar dos semanas sin publicar contenido en la era de la inmediatez en la que si no estás activo cada día la gente se olvida de ti y demás dramas existenciales de la generación Z. Pero nada. De momento, nada. Sigue sin caer del cielo la inspiración, las horas parece que van cada vez más deprisa y todas mis inseguridades están quedando al descubierto como esa recreativa en la que unos topos aparecían y desaparecían a la espera de que alguien les asestase un mazazo. Mal día para quedarse en blanco.
Pensándolo bien, puede que tenga que ser así. Si algo caracteriza a Julita Salmerón, protagonista del documental ‘Muchos hijos, un mono y un castillo’ es la inmensidad. No necesita de introducciones, filigranas ni ornamentos. Su mera presencia ya está diciendo más de ella que cualquier asociación transversal, por muy ingeniosa que fuese, que yo pudiese hacer. Ella es profunda en si misma.
Para los que no sepáis de quién estoy hablando, creo que se podría definir a Julita como un torbellino atemporal que soñaba con tener muchos hijos, un mono y un castillo. Había que empezar por lo más ¿sencillo?, los hijos. No se dónde está la línea que separa tener muchos hijos de tener pocos. En España, familia numerosa es considerada a partir del tercer hijo. Bueno pues Julita, para asegurar, tuvo seis retoños, la media docena, muchos hijos. El mono, Marcelo, llegó más tarde, pero tal como llegó se fue. Julita no contaba con que el mono no se fuese a sentar a cenar con la familia y no estuviese dispuesto a ponerse los vestidos que ella misma confeccionaba. Lo del castillo fue una completa carambola del destino propiciada por una herencia llegada de la nada que la familia tuvo en buen haber invertirla en un castillo con su respectiva hipoteca. Típicas cosas que se hacían antes de la crisis, ya ves. Con este historial, lo raro era no hacer una película. Y eso, precisamente, hizo su hijo Gustavo. El resultado es un retrato de una mujer, madre y abuela, y de una familia, con sus vicios y virtudes, que parece hablar (casi sin pretenderlo) por todas las familias españolas, independientemente de su clase social.
Si los hijos, el mono y el castillo son el tema central que da título al documental y, a su vez, sirven como pilares entorno a los que contar la vida de Julita, hay un hilo conductor que se mantiene presente a lo largo de todo el metraje: la vértebra de la difunta abuela de Julita que su familia guardó cuando esta fue asesinada y sepultada entre piedras a la orilla de un río. El tema de la vértebra, a medio camino entre lo cómico y el deseo real de dar sepultura a los huesos de un difunto, gana fuerza cuando vemos el particular gusto de la familia por almacenar, rozando el Diógenes, todo tipo de trastos y objetos inútiles que rara vez volverán a ser usados (si es que fueron usados en algún momento). Resulta asombroso ver a una familia entera buscando una vértebra entre cajas y cajas cuyas etiquetas rezan contenidos tan dispares como “gorros Papa Noel”, “cintas blancas”, “velcros” o “trajes egipcios”. En este afán por guarda y guardar objetos no se esconde otra cosa que el temor de Julita a perder una parte de su vida. Mientras esos objetos estén con ella, sus recuerdos seguirán vivos.
-¿Tú no crees que lo material puede agarrarte a lo prosaico y la ausencia de cosas te eleva a lo espiritual?
+No, no me eleva nada.
El documental está plagado de momentos estelares como este, de highlights, en los que Julita brilla con su espontaneidad y desparpajo. Pero, en mi opinión, la obra gana auténtica fuerza en los pequeños gestos, en lo que pasa desapercibido y no se ve a simple vista, pero que termina revistiendo la cotidianeidad con un velo de verdad absoluta. Las escenas de Julita merendando o desayunando, sola o con su marido Antonio, son más puras que cualquier linea de guión que haya podido escribirse jamás. Veo en el documental escenas calcadas a situaciones reales entre mi abuelo y mi abuela. Julita mantiene monólogos sobre la muerte que perfectamente los podría haber dicho mi abuela. Deseos como no ver morir a su marido Antonio, que sus hijos estén unidos… resultan tan particulares y, al mismo tiempo, tan universales que asusta un poco.
Decía que Julita es atemporal porque hubiese sido una estrella en cualquier época, en cualquier momento y en cualquier lugar. Lo de torbellino lo descubres en los primeros diez minutos del documental. Hay en Julita algo de mi abuela, de mi madre, y en su familia algo de mi familia. No sé lo que es, nosotros jamás vivimos en un castillo ni nos hicimos ricos de la noche a la mañana por una inesperada herencia. Pero hay algo. Supongo que resulta interesante vivir descubriendo que puntos tenemos en común. El porque de que algunos comportamientos me resulten tan cercanos. Gracias Julita.
Hernández - Café y Cultura